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La promesa que escribo tarde

  • Foto del escritor: Ixchel Escobedo
    Ixchel Escobedo
  • hace 1 día
  • 2 Min. de lectura

No era mi padre, ni mi abuelo, ni mi suegro. No teníamos un vínculo de sangre ni de papeles. Pero fue, en muchos momentos de mi vida, todo eso a la vez. Fue familia cuando la familia dolía. Fue escucha cuando nadie más lo era. Fue certeza cuando yo misma era puro temblor.


Justo así lo voy a recordar: sonriendo, mirándome con esos ojos capaces de descubrir en mí cualidades que ni yo sabía que tenía. Me decía que era buena, que era capaz. Me hablaba de mi fuerza con una seguridad que hacía imposible contradecirlo. Y cuando todo se caía, ahí estaba él, sosteniéndome como quien sostiene sin exigir nada a cambio.


Le hice una promesa. Le dije que algún día me leería en una columna, en una de esas de opinión que tanto disfrutaba. Que vería mi nombre publicado y sonreiría con orgullo. Hoy estoy escribiendo estas líneas, y me duele saber que no podrá leerlas. La vida no nos dio más tiempo… o tal vez fui yo quien no se apuró lo suficiente.


También compartíamos los cumpleaños, con apenas días de diferencia. Era de las pocas personas —a veces la única— con quien celebraba en serio. No por las velas ni los pasteles, sino porque él lo hacía especial. Me hacía sentir que ese día valía, que yo valía. Ahora no sé cómo se celebra algo que compartías con alguien que ya no está.


Pero aquí estoy, cumpliéndolo como puedo. Porque una promesa, aunque duela, se honra. Y también se honra el cariño que no necesita etiquetas para ser real.


Gracias por quererme cuando yo sentía que nadie lo hacía.

Por escucharme cuando hablar me dolía.

Por ser mi primera red cuando salí de ese abismo donde sólo habitaban mis monstruos.


Yo guardaré al bestia, como siempre.

Y lo llevaré conmigo. No como una sombra, sino como esa luz discreta que a veces se posa en el hombro y no dice nada, pero lo ilumina todo.


Hay pérdidas que no caben en los obituarios.

Este es mi intento de que quepa en palabras alguien que fue más que cualquier título, y cuya ausencia pesa tanto como su amor me sostuvo.


A Martín .

Que la eternidad le sepa a helado de vainilla,

a tardes de golf,

a pasta recién hecha en una cocina pequeña,

y a un Quijote que ahora cabalga sin miedo por los campos del cielo.

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